Son malos tiempos para la lírica y para todo hijo de vecino. Europa nos acongoja con medidas y actuaciones en post de mantener un estatus que en estos momentos pende de un hilo. Grecia es una bomba de relojería y el euro tiembla ante lo que pueda pasar en los próximos meses. No hemos conseguido acoplar nuestros modelos diferenciados en ningún momento. Cuando las cosas iban bien, Alemania y Francia tiraban del carro liderando un sistema económico que llegó desajustado desde el primer momento. Ahora que las cosas pintan peor, desde Múnich nos intentan imponer a toda costa su valor como garantes de esta decadencia económica y de mercado bajo la premisa de la fortaleza teutona en estas lides.
España está peor que la media. El paro es una lacra con la que no sabemos torear aun teniendo arte y disciplina en las lides de las verónicas y pañoletadas. No es suficiente. Nuestros modelos de trabajo y organización social han demostrado en los primeros envites de la crisis que son endebles y que no están bien planteados. No es esto lo peor. Lo peor es que no sabemos como reaccionar como sociedad. Nuestros políticos hoy dicen «arre» y mañana «so», la banca se apuntó al carro del ladrillo y todavía hoy no sabe como solventar su demolición y la sociedad en general está desorientada, descontenta y sin claros indicadores de actuación en ningún frente.
Somos un país de echar balones fuera, de buscar siempre la culpabilidad en otros y en los momentos más duros, nos centramos en la banca y los políticos como los demonios que han venido a destrozar nuestra casa. No falta razón en este culpar, pero mirémonos el ombligo por favor, que el que esté libre de culpa, tire la primera piedra.
El uno de enero de 2002, a eso de las 00:00 comenzaron todos nuestros problemas. Aquel día, a aquella hora, muchos empezaron a hacer su particular agosto a costa del desconocimiento y de la pobre situación cultural de nuestra patria. No nos engañemos, aquí no generamos premios nobel por doquier, tenemos otras cualidades. El momento en el que el café paso de valer cien pesetas a valer un euro en cuestión de un minuto treinta segundos, empezamos a cavar nuestra propia tumba. Los que empezaron no tuvieron escrúpulos, los que lo aceptamos (todos) fuimos un poco… «ingenuos». Los precios se inflaron por encima de su valor real y la bonanza económica derivada del ladrillo y de la alegría de los bancos a la hora de repartir créditos a diestro y siniestro, nos abdujo hasta llevarnos a un estado de pseudo-delirio mental que nos empujó a creernos pequeños Onassis en potencia.
Ahora estamos jodidos, vienen a rescatarnos y nos está entrando el miedo en el cuerpo. Lejos de intentar dinamizar el mercado, cada uno en la parte que corresponda a su posición laboral o social, creando y generando proyectos, investigaciones, productos o lo que demonios sea, nos estamos sumiendo en un estado de nervios generalizado que hace más complicado aún lanzarse al mercado con garantías. Incluso cuando se consigue algo positivo, se observa más el detalle insignificante que el valor global de lo alcanzado. Menuda papeleta. ¿Cómo podemos cambiar nuestra mentalidad?
Empresas, emprendedores, empleados, instituciones y demás fauna, tenemos que concienciarnos de que hay que seguir creando y construyendo para no dilapidar más los endebles pilares que sustentan este país. El siglo XX y su revolución industrial quedaron atrás. Hoy es la tecnología y la innovación la que está tirando de los países punteros y nuestros nervios generales e individuales no nos dejan ver más allá de lo que hemos vivido siempre. Les voy a decir algo, señores, señoras, el mundo está cambiando a nuestro alrededor y la única manera de seguir adelante es cambiando con él. Si seguimos enrocados en el pasado, el rescate y sus futuras consecuencias, no será lo peor que nos suceda.
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